1 Reyes, 8

Dedicación del templo (2 Sm 7; 2 Cr 5s)

8 1Entonces Salomón convocó a palacio, en Jerusalén, a los ancianos de Israel, a los jefes de tribu y a los cabezas de familia de los israelitas para trasladar el arca de la alianza del Señor desde la Ciudad de David –o sea, Sión–. 2Todos los israelitas se congregaron en torno al rey Salomón en el mes de octubre, el mes séptimo, en la fiesta de las Chozas. 3Cuando llegaron todos los ancianos a Israel, los sacerdotes cargaron con el arca del Señor, 4y los sacerdotes levitas llevaron la tienda del encuentro, más los utensilios del culto que había en la tienda.

5El rey Salomón, acompañado de toda la asamblea de Israel reunida con él ante el arca, sacrificaba una cantidad incalculable de ovejas y bueyes.

6Los sacerdotes llevaron el arca de la alianza del Señor a su sitio, al camarín del templo –al Santo de los santos–, bajo las alas de los querubines, 7porque los querubines extendían las alas sobre el sitio del arca y cubrían el arca y las andas por encima. 8aLas andas eran lo bastante largas como para que se viera el remate desde la nave, delante del camarín, pero no desde fuera. 9En el arca sólo estaban las dos tablas de piedra que colocó allí Moisés en el Horeb, cuando el Señor pactó con los israelitas, al salir de Egipto, 8by allí se conservan actualmente.

10Cuando los sacerdotes salieron del Lugar Santo, la nube llenó el templo, 11de forma que los sacerdotes no podían seguir oficiando a causa de la nube, porque la gloria del Señor llenaba el templo.

12Entonces Salomón dijo:

–El Señor puso el sol en el cielo, el Señor quiere habitar en las tinieblas, 13y yo te he construido un palacio, un sitio donde vivas para siempre.

14Luego se volvió y bendijo a toda la asamblea de Israel mientras ésta permanecía de pie 15y dijo:

–¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel! Que ha cumplido con su mano lo que su boca había anunciado a mi padre David cuando le dijo: 16Desde el día que saqué de Egipto a mi pueblo, Israel, no elegí ninguna ciudad de las tribus de Israel para hacerme un templo donde residiera mi Nombre, sino que elegí a David para que estuviese al frente de mi pueblo, Israel. 17Mi padre, David, pensó edificar un templo en honor del Señor, Dios de Israel, 18y el Señor le dijo: Ese proyecto que tienes de construir un templo en mi honor haces bien en tenerlo; 19sólo que tú no construirás ese templo, sino que un hijo de tus entrañas será quien construya ese templo en mi honor. 20El Señor ha cumplido la promesa que hizo: yo he sucedido en el trono de Israel a mi padre, David, como lo prometió el Señor, y he construido este templo en honor del Señor, Dios de Israel. 21Y en él he fijado un sitio para el arca, donde se conserva la alianza que el Señor pactó con nuestros padres cuando los sacó de Egipto.

22Salomón, de pie ante el altar del Señor, en presencia de toda la asamblea de Israel, extendió las manos al cielo 23y dijo:

–¡Señor, Dios de Israel! Ni arriba en el cielo ni abajo en la tierra hay un Dios como tú, que mantienes la Alianza y eres fiel con tus servidores, cuando caminan delante de ti de todo corazón como tú quieres. 24Tú has cumplido, a favor de mi padre David, la promesa que le habías hecho, y hoy mismo has realizado con tu mano lo que había dicho tu boca. 25Ahora Señor, Dios de Israel, mantén en favor de tu servidor, mi padre, David, la promesa que le hiciste: No te faltará un descendiente que esté sentado delante de mí en el trono de Israel, a condición de que tus hijos sepan comportarse procediendo de acuerdo conmigo, como has procedido tú. 26Ahora, Dios de Israel, confirma la promesa que hiciste a mi padre, David, servidor tuyo. 27Aunque, ¿es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que he construido!

28Vuelve tu rostro a la oración y súplica de tu servidor. Señor, Dios mío, escucha el clamor y la oración que te dirige hoy tu servidor. 29Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu Nombre. ¡Escucha la oración que tu servidor te dirige en este sitio! 30Escucha la súplica de tu servidor y de tu pueblo, Israel, cuando recen en este sitio; escucha tú desde tu morada del cielo, escucha y perdona.

31Cuando uno peque contra otro, si se le exige juramento y viene a jurar ante tu altar en este templo, 32escucha tú desde el cielo y haz justicia a tus servidores: condena al culpable dándole su merecido y absuelve al inocente pagándole según su inocencia.

33Cuando los de tu pueblo, Israel, sean derrotados por el enemigo, por haber pecado contra ti, si se convierten a ti y te confiesan su pecado, y rezan y suplican en este templo, 34escucha tú desde el cielo y perdona el pecado de tu pueblo, Israel, y hazlos volver a la tierra que diste a sus padres.

35Cuando, por haber pecado contra ti, se cierre el cielo y no haya lluvia, si rezan en este lugar, te confiesan su pecado y se arrepienten cuando tú los afliges, 36escucha tú desde el cielo y perdona el pecado de tu servidor, tu pueblo, Israel, mostrándole el buen camino que deben seguir y envía la lluvia a la tierra que diste en herencia a tu pueblo.

37Cuando en el país haya hambre, peste, sequía y plagas en los sembrados, langostas y saltamontes; cuando el enemigo cierre el cerco en torno a alguna de sus ciudades; en cualquier calamidad o enfermedad, 38si uno cualquiera o todo tu pueblo, Israel, ante los remordimientos de su conciencia, extiende las manos hacia este templo y te dirige oraciones y súplicas, 39escúchalas tú desde el cielo, donde moras, perdona y actúa, paga a cada uno según su conducta, tú que conoces el corazón, porque sólo tú conoces el corazón humano; 40así te respetarán mientras vivan en la tierra que tú diste a nuestros padres.

41También el extranjero, que no pertenece a tu pueblo, Israel, cuando venga de un país lejano atraído por tu fama 42–porque oirán hablar de tu gran fama, de tu mano fuerte y tu brazo extendido–, cuando venga a rezar en este templo, 43escúchalo tú desde el cielo, donde moras; haz lo que te pida, para que todas las naciones del mundo conozcan tu fama y te teman como tu pueblo, Israel, y sepan que tu nombre ha sido invocado en este templo que he construido.

44Cuando tu pueblo salga en campaña contra el enemigo, por el camino que les señales, si rezan al Señor vueltos hacia la ciudad que has elegido y al templo que he construido en tu honor, 45escucha tú desde el cielo su oración y súplica y hazles justicia.

46Cuando pequen contra ti –porque nadie está libre de pecado– y tú, irritado contra ellos, los entregues al enemigo, y los vencedores los destierren a un país enemigo, lejano o cercano, 47si en el país donde vivan deportados reflexionan y se convierten, y en el país de los vencedores te suplican, diciendo: Hemos pecado, hemos faltado, somos culpables, 48si en el país de los enemigos que los hayan deportado se convierten a ti con todo el corazón y con toda el alma, y te rezan vueltos hacia la tierra que habías dado a sus padres, hacia la ciudad que elegiste y el templo que he construido en tu honor, 49escucha tú desde el cielo, donde moras, su oración y súplica y hazles justicia; 50perdona a tu pueblo los pecados cometidos contra ti, sus rebeliones contra ti, haz que sus vencedores se compadezcan de ellos, 51porque son tu pueblo y tu herencia, los que sacaste de Egipto, del horno de hierro.

52Ten los ojos abiertos ante la súplica de tu servidor, ante la súplica de tu pueblo, Israel, para atenderlos siempre que te invoquen. 53Porque tú los separaste para ti de entre todas las naciones del mundo a fin de que fueran tu herencia, como lo dijiste tú mismo, Señor, por medio de tu servidor Moisés, cuando sacaste de Egipto a nuestros padres.

54Cuando Salomón terminó de rezar esta oración y esta súplica al Señor, se levantó de delante del altar del Señor, donde estaba arrodillado con las manos extendidas hacia el cielo. 55Y puesto en pie, bendijo en voz alta a toda la asamblea israelita, diciendo:

56–¡Bendito sea el Señor, que ha dado el descanso a su pueblo, Israel, conforme a sus promesas! No ha fallado ni una sola de las promesas que nos hizo por medio de su siervo Moisés. 57Que el Señor, nuestro Dios, esté con nosotros, como estuvo con nuestros padres; que no nos abandone ni nos rechace. 58Que incline hacia él nuestro corazón, para que sigamos todos sus caminos y guardemos los preceptos, mandatos y decretos que dio a nuestros padres. 59Que las palabras de esta súplica hecha ante el Señor permanezcan junto al Señor, nuestro Dios, día y noche, para que haga justicia a su siervo y a su pueblo, Israel, según la necesidad de cada día. 60Así sabrán todas las naciones del mundo que el Señor es el Dios verdadero, y no hay otro; 61y el corazón de ustedes será totalmente del Señor, nuestro Dios, siguiendo sus preceptos y guardando sus mandamientos, como hacen hoy.

62El rey, y todo Israel con él, ofrecieron sacrificios al Señor. 63Salomón inmoló, como sacrificio de comunión en honor del Señor, veintidós mil bueyes y ciento veinte mil ovejas. Así dedicaron el templo el rey y todos los israelitas. 64Aquel día consagró el rey el atrio interior que hay delante del templo, ofreciendo allí los holocaustos, las ofrendas y la grasa de los sacrificios de comunión; porque sobre el altar de bronce que estaba ante el Señor no cabían los holocaustos, las ofrendas y la grasa de los sacrificios de comunión.

65En aquella ocasión, Salomón, con todo Israel, celebró la fiesta ante el Señor, nuestro Dios, durante siete días. Acudió al templo que había construido un gentío inmenso, venido desde el paso de Jamat hasta el río de Egipto. Comieron y bebieron e hicieron fiesta cantando himnos al Señor, nuestro Dios. 66Al octavo día Salomón despidió a la gente, y ellos dieron gracias al rey. Marcharon a sus casas alegres y contentos por todos los beneficios que el Señor había hecho a su siervo David y a su pueblo, Israel.

Notas:

8,1-66 Dedicación del templo. El nombre de Salomón va asociado a la construcción y a la inauguración del templo de Jerusalén, que marca una fecha clave en la historia bíblica (cfr. 6,1). En el templo encontró morada y reposo definitivo el Arca de la alianza. Peregrina con el pueblo durante los años del desierto, al entrar en la tierra prometida el Arca fue instalada sucesivamente en Guilgal, en Siquén y en Siló. Desde aquí fue llevada al frente de batalla, donde cayó en manos de los filisteos, que la tuvieron bajo su control hasta los días de David, que la trasladó a Jerusalén. Aquí fue instalada, primero en casa de Obededón, luego en la tienda y hoy finalmente la vemos tomar posesión definitiva del templo. Si se exceptúan las salidas que tenían lugar con motivo de las procesiones litúrgicas (cfr. Sal 132), el Arca, mejor dicho, la gloria de Dios, ya no abandonará el santuario hasta el 587, en que, destruida la ciudad y el templo, el Señor se exilia con los desterrados camino de Babilonia (cfr. Ez 11,22-24). El mismo Ezequiel (cfr. Ez 43,1-12) describe el retorno de la gloria o presencia divina a su morada de Jerusalén. La nube como representación de la presencia del Señor en medio de su pueblo es un tema clásico (cfr. Éx 40,34s). En este contexto se encuadra la expresión de Lc 1,35: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra», que parece inspirarse en la teología de la nube como símbolo de la presencia de Dios y de su poder fecundante. Es también Lucas el que habla de la nube que ocultó a Jesús en su ascensión al cielo, para indicarnos no su ausencia, sino su cambio de presencia entre nosotros (cfr. Hch 1,9). En realidad, la imagen de la nube, que podría tener su origen en la cortina de incienso que llenaba el santuario durante las celebraciones litúrgicas, era muy apta para plasmar la presencia divina, trascendente e inmanente al mismo tiempo. En la oración, de cuño deuteronomista, se destacan los temas siguientes. En primer lugar, la fidelidad. La historia bíblica está construida, en buena parte, sobre el esquema «promesacumplimiento». Desde sus mismos comienzos, la historia sagrada está jalonada de una cadena sucesiva de promesas, que se van cumpliendo a plazo más o menos largo. Este esquema pone de relieve dos ideas teológicas: por una parte, la fidelidad de Dios en cumplir su palabra, y, por otra, la eficacia de las palabras o promesas divinas, que vienen a ser como el principio dinámico y desencadenante de la historia de la salvación. Sigue el tema de la trascendencia divina: «¿Es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y en lo más alto del cielo, ¡cuánto menos en este templo que te he construido!» (27). Es la eterna tensión entre trascendencia e inmanencia. Posiblemente estas palabras de Salomón, de origen deuteronomista, tienen un trasfondo polémico contra ciertas tradiciones y autores que subrayaban excesivamente la inmanencia de Dios y circunscribían su presencia a los recintos sagrados. Los deuteronomistas quieren dejar bien claro que Dios es inabarcable y que no solamente los santuarios sino ni siquiera los cielos lo pueden contener. Finalmente, la oración apela de una manera general a la condescendencia y misericordia de Dios: «Escucha la suplica de tu siervo y de tu pueblo, Israel, cuando recen en este sitio; escucha tú desde tu morada del cielo, escucha y perdona» (30). La apertura universalista (41-43) es propia del tiempo del destierro (segundo Isaías) y del período postexílico. El tercer Isaías (cfr. Is 56,6ۉ) nos ofrece un buen contexto para encuadrar estos versículos de la oración de Salomón. El tema de Jerusalén y del templo como centro de gravedad de todos los pueblos de la tierra da lugar a múltiples composiciones y poemas (cfr. Zac 8,20-22). Con todo, conviene notar que todavía no es el universalismo del Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento Jerusalén sigue teniendo una preeminencia que coloca a los demás pueblos en situación de inferioridad. En el Nuevo Testamento, la adoración es en espíritu y en verdad (cfr. Jn 4,21-24). El universalismo adquiere, además, en el Nuevo Testamento un carácter más personal y profundo: «Los que se han bautizado consagrándose a Cristo se han revestido de Cristo. Ya no se distinguen judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos ustedes son uno con Cristo Jesús» (cfr. Gál 3,27s). En el Nuevo Testamento ya no hay un pueblo elegido (Israel) y una Ciudad Santa (Jerusalén), a la que todos los demás pueblos hayan de venir a rendir homenaje y pleitesía, sino que todos, sin distinción alguna, son hijos de Dios y hermanos de Cristo, con los mismos títulos y privilegios.