1 Samuel, 2
Canto de Ana (Sal 113; Lc 1,46-55)
2 1Y Ana rezó esta oración:
Mi corazón
se regocija por el Señor,
en Dios me siento llena de fuerza,
mi boca se ríe de mis enemigos,
porque tu salvación
me ha llenado de alegría.
2No hay santo como el Señor,
no hay roca como nuestro Dios.
3No multipliquen discursos arrogantes,
que la insolencia
no les brote de la boca,
porque el Señor es un Dios que sabe,
él es quien pesa las acciones.
4Se rompen los arcos de los valientes,
mientras los cobardes
se visten de valor;
5los satisfechos se contratan por el pan,
mientras los hambrientos engordan;
la mujer estéril da a luz siete hijos,
mientras la madre de muchos
se marchita.
6El Señor da la muerte y la vida,
hunde en el abismo y levanta;
7el Señor da la pobreza y la riqueza,
humilla y enaltece.
8Él levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para hacer que se siente
entre príncipes
y que herede un trono glorioso,
porque del Señor
son los pilares de la tierra
y sobre ellos afianzó el mundo.
9Él protege los pasos de sus amigos
mientras los malvados
perecen en las tinieblas
–porque el hombre
no triunfa por su fuerza–.
10El Señor desbarata a sus contrarios,
el Altísimo truena desde el cielo,
el Señor juzga
hasta el confín de la tierra.
Él da autoridad a su rey,
exalta el poder de su Ungido.
Samuel y Elí
11Ana volvió a su casa de Ramá, y el niño estaba al servicio del Señor, a las órdenes del sacerdote Elí. 12En cambio, los hijos de Elí eran unos desalmados: no respetaban al Señor 13ni las obligaciones de los sacerdotes con la gente. Cuando una persona ofrecía un sacrificio, mientras se guisaba la carne, venía el ayudante del sacerdote empuñando un tenedor, 14lo clavaba dentro de la olla o el caldero, en la cacerola o la cazuela, y todo lo que enganchaba el tenedor se lo llevaba al sacerdote. Así hacían con todos los israelitas que acudían a Siló. 15Incluso antes de quemar la grasa, iba el ayudante del sacerdote y decía al que iba a ofrecer el sacrificio:
–Dame la carne para el asado del sacerdote. Tiene que ser cruda, no te aceptará carne cocida.
16Y si el otro respondía:
–Primero hay que quemar la grasa, luego puedes llevarte lo que se te antoje.
Le replicaba:
–No. O me la das ahora o me la llevo por la fuerza.
17Aquel pecado de los ayudantes era grave a juicio del Señor, porque desacreditaban las ofrendas al Señor.
18Por su parte, el muchacho Samuel seguía al servicio del Señor y llevaba puesto un efod de lino. 19Su madre solía hacerle un manto, y cada año se lo llevaba cuando subía con su marido a ofrecer el sacrificio anual. 20Y Elí bendecía a Elcaná y a su mujer:
–El Señor te dé un descendiente de esta mujer, en compensación por el préstamo que ella hizo al Señor.
Luego se volvían a casa.
21El Señor intervino a favor de Ana, que concibió y dio a luz tres niños y dos niñas. El niño Samuel crecía en el templo del Señor.
22Elí era muy viejo. A veces oía cómo trataban sus hijos a todos los israelitas y que se acostaban con las mujeres que servían a la entrada de la tienda del encuentro. 23Y les decía:
–¿Por qué hacen eso? La gente me cuenta lo mal que se portan. 24No, hijos, no está bien lo que me cuentan; están escandalizando al pueblo del Señor. 25Si un hombre ofende a otro, Dios puede hacer de árbitro; pero si un hombre ofende al Señor, ¿quién intercederá por él?
Pero ellos no hacían caso a su padre, porque el Señor había decidido que murieran.
26En cambio, el niño Samuel iba creciendo, y lo apreciaban el Señor y los hombres.
27Un hombre de Dios se presentó a Elí y le dijo:
–Así dice el Señor: Yo me revelé a la familia de tu padre cuando todavía eran esclavos del Faraón en Egipto. 28Entre todas las tribus de Israel me lo elegí para que fuera sacerdote, subiera a mi altar, quemara mi incienso y llevara el efod en mi presencia, y concedí a la familia de tu padre participar en las oblaciones de los israelitas. 29¿Por qué han tratado con desprecio mi altar y las ofrendas que mandé hacer en mi templo? ¿Por qué tienes más respeto a tus hijos que a mí, engordándolos con las primicias de mi pueblo, Israel, ante mis propios ojos?
30Por eso –oráculo del Señor, Dios de Israel–, aunque yo te prometí que tu familia y la familia de tu padre estarían siempre en mi presencia, ahora –oráculo del Señor– no será así. Porque yo honro a los que me honran y serán humillados los que me desprecian.
31Mira, llegará un día en que arrancaré tus brotes y los de la familia de tu padre, y nadie llegará a viejo en tu familia. 32Mirarás con envidia todo el bien que haré en Israel; nadie llegará a viejo en tu familia. 33Y si dejo a alguno de los tuyos que sirva a mi altar, se le consumirán los ojos y se irá acabando; pero la mayor parte de tu familia morirá a espada de hombres. 34Será una señal para ti lo que les va a pasar a tus dos hijos, Jofní y Fineés: los dos morirán el mismo día.
35Yo me nombraré un sacerdote fiel, que hará lo que yo quiero y deseo; le daré una familia estable y vivirá siempre en presencia de mi ungido. 36Y los que sobrevivan de tu familia vendrán a postrarse ante él para mendigar algún dinero y una torta de pan, rogándole: Por favor, dame un empleo cualquiera como sacerdote, para poder comer un pedazo de pan.
Notas:
2,1-10 Canto de Ana. En sentido estricto, este cántico se puede denominar «Salmo real», ya que se inspira en la victoria de un rey y, además, porque el versículo final revela quién es el que lo canta, el rey, el ungido del Señor. Se trataría, por tanto, de un canto compuesto en la época de la monarquía, y el redactor final del Primer libro de Samuel lo ubica aquí y lo pone en labios de Ana que acaba de obtener una victoria: la infecundidad, señal de muerte, rechazo, humillación, el Señor la ha convertido en fecundidad, señal de vida. Se subraya la confianza en el poder del Señor y el fracaso de los prepotentes y poderosos que ponen su confianza en sus propias fuerzas. El soberbio siempre va a fracasar aunque por momentos todo parezca que está a su favor; se reconoce, pues, la total soberanía de Dios que es quien al final de todo dirige el curso de las acciones, no porque desconozca la libertad humana, ni porque tenga interés alguno en entorpecer la acción del hombre, sino porque la experiencia histórica enseña que jamás los planes de muerte pueden anular el plan de vida que de algún modo siempre se hace presente. Es el mismo sentimiento y la misma visión que Lucas pone en labios de María cuando canta las acciones justas de Dios por encima de las acciones injustas de los hombres, en el «Magnificat».
2,11-36 Samuel y Elí. El joven Samuel, signo de la vida nueva y de la época nueva hacia la cual debía orientarse la vida de Israel, iba creciendo, y su conducta agradaba tanto al Señor como a los hombres (26); en contraposición, el narrador describe el comportamiento pecaminoso de los hijos de Elí, sacerdote legítimo y bueno, pero que no puede ya hacer nada para que la institución como tal recobre su sentido original. De este modo «los hijos de Elí» son la encarnación de una institución, la religiosa, en decadencia, cuyas obras, el triple pecado de sus representantes: pecado contra el culto, contra las mujeres que servían en el santuario y contra su padre, máxima autoridad de la institución, comprometen la estabilidad no sólo religiosa, sino también socio-política del pueblo. Así lo interpreta el profeta anónimo e inesperado que anuncia el final de Elí y de sus hijos, y así queda descrito e ilustrado el sentido simbólico que posee la historia personal de Ana. El juicio que hace la corriente Deuteronomista (D), responsable de esta relectura histórica de los libros de Samuel, es que una institución tan importante para la vida de Israel como era la religiosa, no produjo los frutos esperados, y por tanto era necesario dar paso a nuevos actores que estuvieran más a tono con el querer divino. Ahí está Samuel, creciendo en presencia del Señor; sin embargo, también sus hijos serán en el futuro, protagonistas de la decadencia y hundimiento de la institución que representan. Cabría preguntarse, entonces, ¿qué es lo que en definitiva tiene que cambiar cuando comienzan a registrarse estos rasgos de decadencia, los actores o las instituciones y estructuras como tal? Para nosotros hoy, que contamos con criterios nuevos y con la luz del Evangelio de Jesús, aunque pueda parecer doloroso, el camino lógico es lograr que las instituciones y las estructuras «revienten» para que den paso a formas de vida nueva; pero como es obvio, el cambio, o si se prefiere, la caída de las estructuras anquilosadas y monolíticas, tiene que darse desde el interior mismo de las personas, un cambio institucional y estructural no se da por sí solo, ni por más oráculos, ni amenazas, ni decretos; sólo hay cambio cuando las personas deciden cambiar desde dentro, cuando se llega a la conciencia clara de que «a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,22).